La Matanza

Se abrazó a su curioso desconcierto,
se perdió en otro limbo debutante,
mientras una hierva seca entre molares
lo dejó hecho un cuerpito vergonzante,
con un ojo medio abierto y otro tuerto,
y apuntando hacia abajo sus pulgares.

Anduvo como uno más, pateando bares,
renegado, consecuente, fatigado,
de improviso, indistinguible, litigante,
con la estela de algún humo perfumado,
con el disfraz más vulgar y unos radares
envidiados por la gente extravagante.

Decidido en su inconciencia a no venderse
fue siguiendo en el asfalto populista
una línea hecha de brea conducente
hacia algún destino frío y derechista,
que no busque de su boca que converse
y arruinar así un discurso consistente.

Con la cara de Guevara en su remera
y unas lonas desgastadas de moverse
entre las doce y las seis de la mañana,
le sobraba insignia para defenderse,
mientras mataba la noche a su manera
conquistando con una muequita galana,

recibiendo casi de toda fulana
una regia negación irreversible
que lo colgaba solitario y desahuciado
de algún árbol con vereda indivisible
y lo dejaba en una calle cotidiana
meditando su futuro embotellado.

Cuando sin motivo alguno
o por las causas y azares
o su mirada perdida o su curtida cadencia
mientras ansiaba quitar su sed con una cerveza,
con apenas cuatro lustros (y unas noches) de experiencia
y unas simples intenciones bañadas de buenos aires,
un mercader paranoico le hizo estallar la cabeza.

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